La intérprete ilumina con el nombre propio de Victoria

el brebaje de sombras en que se ha diluido la memoria,

en su cáliz de hija mayor prueba del recuerdo y alucina,

desgajado de mis abuelos por el curso de los años.


La voz de Guadalupe, tranquila reposa en un silbido,

despojo del portento y roncoso que ayer fuera de ésta casa.

Mi madre, que cuando niña ya era mujer,

ahora es una anciana joven que lo recuerda.


Contemplo a mi abuelo Juan en su camiseta de algodón,

ya no quedan rastros del miedo de aquel hombre campesino,

en su lugar el albor de niño que ríe porque sí.   

Frente a la mesa aguarda su plato de comida

que es un modo distinto al nuestro de vivir en paz.


Es mi madre quien recupera en su soledad de nana

para ella misma el tamiz de sus nuevos hijos,

devota a la historia que la ata a sus amados,

me concede un destello de las pifias y razones

vertidas en el vaso de nuestra rústica sangre.


La vida juntos pasaron en el Rancho “El Realito”

a pocos metros de ningún lugar, en lo árido,

sus veranos fueron largos y la siembra escasa,

mantuvieron una casa que el cielo ha derrumbado,

unidos en matrimonio por la Ley de antes,


que priva el derecho al enamoramiento frágil.

Sus votos fueron inocentes y obligados,

tener hijos un consuelo y aprendieron a quererse,

de familias enemigas arrancaron aprobaciones:

 los Ochoa hacendados y los Soto ladrones.


Guadalupe, una mujer sin educación que quiso aprender,

depositó su talento en el hogar y en un deber que imaginó,

sus hermanas de padre le instruyen en el oficio

de hacer tejidos de punto, bordados y pantalones,

fue grato haberla visto con su máquina y en su pedal infatigable.


Mi abuelo, que no siente miedo ahora (se le terminó)

trabajó desde pequeño su propia y pobre tierra,

dejó a un lado vicios de su casa primera

y predijo su muerte mil veces como el fin de su cansancio,

mas el tiempo lo iba petrificando y ahora enfermo,


no consigue acertar en el velo mi nombre,

me confunde con su hijo el mayor, Juan Humberto,

en su memoria somos uno y eso, es el mejor halago,

casi nunca fue cariñoso con nadie, ni con él mismo,

a su manera, humilde y sincero con nosotros.


Dormían sobre catres, de palma y madera, apenas vestidos,

despertaban antes que el gallo, a vivir su jornada, 

Juan al arado y Guadalupe en el comal de piedra.

Hasta la hora de comida volvían a verse,

mi abuelo con su talante agobiado por el sol,

y mi abuela con las prisas por apagar el fuego.


De sus hijos tampoco recuerdan gran cosa

que se han ido a otros pueblos también olvidaron,

pero es el orgullo lo que el tiempo no borra

bien o mal fue labrado con su tierra día a día,

al educar a mis tíos en el raro arte de la honestidad.


Su herencia permea también conmigo,

en el trabajo sin tregua ni titubeo

y la conciencia tranquila y el corazón esmerado

en amar las cosas simples, de poco a poco.

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