Lo que pasa en un curso de creación literaria

Para Diego, Marco y Abo

     Tú pensarías que dos semanas es poco para que sucedan hechos relevantes. En esta ocasión, la primera salida es la que define el rumbo del grupo: todos los compañeros que conforman el curso se sientan en una mesa extensa que ha sido improvisada con cinco pequeñas, se van formando cúpulas donde cada uno comenta sobre su obra, los libros que han sido sus favoritos y su lugar de procedencia, así es como se presentan. Ninguno de ellos se imaginó que, al llegar el ímpetu de continuar la comuna, se apropiarían de un cuarto que sería el spot durante trece días, en el cual cada noche, después de tomar taller, se reunirían los mismos ñeros buena onda para encerrarse en el baño y fumar. Al contrario, como pasa con las rutinas, no se volvería monotonía, sino un espacio de complicidad donde absolutamente todos compartirían los secretos mediante sus secreciones.

Las jóvenes promesas de la literatura mexicana. Así es como los presentan sus amigos con los que se reencuentran en Xalapa, sin saber el tipo de narrador recurrente en sus textos o los temas que mantienen como un tótem. Las promesas asisten a clase para escuchar a otros profesores que no son de su facultad, antes pensaron que sólo vendrían a escribir, otros ya sabían qué sucedería durante las dos semanas. Desayuno, clases, comida, taller, fumar, cenar, fiesta y a la mañana siguiente nuevamente siguen la rutina, no importa en qué estado físico y emocional despierten, tienen que estar listos a la nueve y media para ir a escuchar alguna cátedra sobre literatura y repartir a un montón de desconocidos sus textos para que los destruyan de la mejor manera o los consideren el nuevo enfant terrible de la literatura mexicana.

Se arrepienten de haber bebido tanto el día anterior, porque en clase del poeta más chido del mundo ya les dio cruda y sólo quieren aventarse a una cama para dormir todo el día. Para algunos, su cabeza aprieta las sienes para que detengan su destrucción y su garganta dice: no más. A otros se les ha tapado la parte trasera de su nariz, señal de alarma de que se avecina una probable tos que dure todo el mes; pero no, algo inexplicable pasa en Xalapa: de repente una corriente de aire pega contra ellos y no se enferman, una lluvia los agarra desprevenidos, sin paraguas, y enseguida el cuerpo de cada uno, aunque se hayan mojado sus pies, se mantiene caliente. Las noches que pasen en el hotel las llevarán impresas en las ojeras.

Sí, algo mágico pasa en esta ciudad que te sientes como en casa; parece que flotas sin tocar el pavimento. Los vasos se rompen, se rompen las calles, se rompe tu cuerpo y, para rematar, rompes el cuerpo de otros. Rompes con la sensibilidad del día, de la semana y del mes que viene. Rompes y de vez en cuando te importa, pero enseguida no, porque son catorce días que después sólo quedarán guardados en los cajones de cada cuarto de hotel, ahí donde los futuros escritores se apropian de cada cama para crear acciones; los espejos son como los perros que mantienen el secreto de lo que ven, las sábanas extrañaran tanto peso encima de ellas.

En la segunda semana, algunos juegan a las miradas con la mejor elección del curso, aceptan el reto porque los días son finitos: sólo una semana más, una. Luego van a querer ser como Gerardo Arana, pasearse por la facultad de letras españolas cuando llueve, hacer mejores amigos que son producto de sus mejores versos exhibidos, tener roomies inolvidables. Van a querer ser como Arana y escribir los mejores párrafos, morir y que los incluyan en una antología de los mejores escritores contemporáneos, aunque la crítica se oponga. Escribir seguirá siendo la salvación de todos, van a querer casarse con sus textos y con cada palabra de ellos; la profesión no se termina al finalizar los trece días, para otros sí.

Tres tardes antes de que culmine el curso, la tristeza invade sus cuerpos: miran por la ventana, el Parque Juárez está mojado por la lluvia y la neblina que cierne sobre las casas es la mejor definición que encontrarán sobre la ciudad. Pronto, todo eso se acabará, volverán a sus techos con seis libros más y el cuerpo curtido de tanto sentir, con la precisión de que en esas dos semanas cada uno se conoció a sí mismo, más que cuando están a solas en su cuarto y, como una especie de visión, sabrán cuál es el siguiente paso que deben dar.

Cuando llega el día, la despedida es larga. Los abrazos forman lágrimas en los ojos que no se atreven a derramar. Después de muchos aplausos, una comida y pláticas importantes, dos o tres toman taxi que los lleva al lugar donde abordarán un camión o un avión; no hay retorno. En la central de autobuses cuatro amigos se dicen entre sí: no te vayas, y con dolor en el pecho avanzan hacia la sala de espera. Un trébol y un poema, que no es de amor, han sido regalados como recuerdo, hay canciones que quedan en otras listas de reproducción, ver series de televisión durante las noches no será lo mismo sin sus compañías y las fotos, como testimonio de lo felices que han sido, serán vistas una y otra vez con las mismas pupilas tristes.

Por mi parte, regreso a casa con la chamarra envuelta en olor a cigarro, regreso sin encendedor, champú y sin hitter, regreso con una flor en la mochila y varias lecturas. Al querer desempacar mi maleta, estará el temor y la nostalgia de saber qué saldrá de entre la ropa, de saber que respiraré una Xalapa que siempre me espera para vivir nuevas historias y recordar otras más.

Xalapa, Verano de 2017


Foto de Abelardo López

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